284. Miente.
El amanecer llega teñido de un rojo imposible, como si el cielo hubiera decidido declararse culpable antes que nosotros. Desde la terraza más alta del palacio, veo cómo las banderas del reino vecino se levantan en la distancia: ondulan como lenguas de fuego, marcando la frontera con una arrogancia que solo los hombres envalentonados por el miedo saben fingir.
El aire huele a hierro, a tierra removida, a promesa de muerte. La guerra no siempre llega con tambores; a veces se anuncia con un silencio tan profundo que parece contener un grito. Y en ese silencio, mientras el viento juega con los pliegues de mi capa, entiendo que el juego ha cambiado. Ya no se trata de mantener el equilibrio, sino de decidir qué parte de mí voy a sacrificar para conservar lo que aún me pertenece.
Un mensajero llega jadeando, el polvo pegado a su piel. Se arrodilla sin atreverse a mirarme.
—Mi señora —dice, con la voz quebrada—, han cruzado el río del norte. Las torres de vigilancia arden.
—¿Cuántos? —pregunt