262. Si me llaman culpable, beban conmigo.
El amanecer me recibe con su luz dorada filtrándose entre los cortinajes pesados de mis aposentos, y mientras dejo que el calor suave acaricie mis hombros desnudos, pienso en el doble escenario que hoy me espera: el salón del consejo, donde cada palabra se convierte en daga o caricia envenenada, y mi propia cama, donde el verdadero poder se forja no en discursos sino en jadeos, en el pulso compartido del deseo.
Me visto con un cuidado calculado, eligiendo un vestido que resalta mis curvas sin volverse vulgar, un rojo profundo que recuerda al vino y a la sangre, con bordados dorados que atrapan la luz como si mi piel brillara por sí misma. Cada hebilla ajustada, cada brazalete colocado en su sitio, es un gesto de guerra, porque sé que al entrar en esa sala no verán a una acusada, sino a una reina que no necesita corona para que se dobleguen ante ella.
El consejo se reúne en el salón abovedado, y al cruzar las puertas siento cómo las miradas me recorren, algunas cargadas de sospecha, ot