258. Cadenas de seda.
El silencio de la noche es engañoso, porque parece ofrecerme calma cuando en realidad esconde la promesa de algo más oscuro y excitante. El aire huele a especias dulces, a vino derramado y a los restos de una cena que nadie terminó; las velas arden con una luz indecisa, proyectando sombras alargadas que se mueven como si esperaran una señal, como si supieran lo que está a punto de ocurrir. Estoy recostada en la cama, con el vestido medio desabrochado, dejando mis hombros descubiertos como una invitación que nunca termina de cerrarse, cuando la puerta se abre sin aviso y el emisario entra, con esa manera suya de ocupar el espacio como si fuera dueño de él, con esa mezcla de peligro y deseo que siempre me enciende más de lo que debería admitir.
—No deberías irrumpir así —digo con una sonrisa que no pretende ocultar mi placer al verlo.
Él no responde de inmediato, solo me observa, y en su mirada hay algo distinto, un fuego que se alimenta de celos y de necesidad, un filo de posesión que