254. Lenguas de fuego en la cama.
El aire de mis aposentos se espesa antes de que siquiera abra la boca; lo sé porque la forma en que el emisario cierra la puerta, de un golpe que no busca romper madera sino silenciar cualquier murmullo del pasillo, ya anuncia que la tormenta no será política ni diplomática, sino íntima, feroz, incontrolable. Está de pie frente a mí con esa postura rígida de quien lucha por no dejarse arrastrar por la marea de su propio corazón, y sin embargo sus ojos oscuros me dicen lo contrario: que el mar ya lo ha tragado, que la furia lo quema y que soy yo, siempre yo, la llama que enciende su condena.
Me acerco con paso lento, dejando que la tela de mi vestido roce el suelo como si quisiera prolongar la espera, y lo observo con esa sonrisa peligrosa que tanto lo irrita.
—¿Por qué tanta furia, emisario? —pregunto en un susurro que se desliza entre nosotros como veneno dulce—. ¿Acaso temes que otro haya aprendido a pronunciar mi nombre entre gemidos?
Su mandíbula se tensa, sus puños se cierran, y