252. Vino sobre la piel.
El salón está encendido con la música de los laúdes y las flautas que se entrelazan como serpientes invisibles, con el choque de las copas y el perfume de los guisos que se derraman en las mesas cargadas de carnes doradas y frutas brillantes, con las risas que no son risas sinceras sino ecos de intrigas y máscaras; es un banquete en mi honor, o al menos eso fingen, porque cada mirada que se posa sobre mí, cada palabra pronunciada a media voz, cada inclinación de cabeza es una prueba, un intento de medir hasta dónde llega mi control y hasta dónde se atreverían a retarme.
Yo sonrío, bebo lentamente de mi copa, dejo que la luz de las velas se refleje en mis labios teñidos de rojo y observo a todos como si fueran piezas de un tablero dispuesto solo para mi placer. Es entonces cuando lo noto a él: un noble extranjero, con piel ligeramente más oscura, ojos que brillan con un desafío demasiado abierto y un gesto en la boca que pretende ser sonrisa pero huele a amenaza.
Se acerca con paso se