251. Suspiros calientes en el jardín prohibido.
La noche respira distinto cuando el jardín prohibido se abre ante mí como un secreto que no debería pertenecerme y, sin embargo, me reclama con sus perfumes espesos, con el murmullo de las hojas agitadas por un viento que parece venir de ninguna parte, con la humedad que brilla en las flores como si fueran labios recién humedecidos; camino despacio entre los senderos de piedra desgastada, dejando que la seda de mi vestido roce apenas contra los arbustos cargados de rocío, consciente de que cada paso hacia el interior de este lugar es un desafío, un recordatorio de que incluso dentro de mis propios muros existen zonas marcadas como intocables, y que yo, al quebrantar esa norma, me declaro culpable de un placer que todavía no conozco pero que ya me tienta.
Es ahí, entre sombras más densas que la noche misma, donde ella aparece: una silueta pequeña, cubierta por un manto sencillo que no logra disimular la tensión de sus hombros ni el temblor que recorre sus manos cuando se atreve a apart