24. El final no es perdón.
El amanecer llega envuelto en un aliento de hierro y sal, filtrándose entre las grietas de las nubes como una marea lenta que avanza sin preguntar. Las rocas del risco, oscuras y cubiertas de humedad, respiran frío bajo mis pies descalzos, y cada paso es un recordatorio de que no vengo como víctima, sino como testigo de mi propia victoria. Quiero sentir la tierra crujir bajo mi peso, quiero que mis raíces —las que tanto intentaron arrancarme— sepan que sigo aquí, intacta, sin un temblor que pueda confundirse con miedo.
El viento me azota con ráfagas que cortan como látigos, pero no me retraigo. Me dejo golpear, como si el propio cielo quisiera probar que todavía puedo resistir sin agachar la cabeza.
Averis aparece cuando el sol apenas roza el horizonte, emergiendo del velo de sombras con la capa ondulando a su espalda, no como un estandarte de gloria, sino como una bandera que se aferra a la última corriente antes de caer. Llega solo. No necesita escoltas, o quizá no quiere testigos.