23. Noche de dominio.
La noche me envuelve como una segunda piel, hecha de sombras densas y un perfume que parece anticipar lo que va a ocurrir. No hay luna que me delate, solo el murmullo apagado de los centinelas en las murallas y el latido grave de la casona, ese latido de piedra húmeda que conozco demasiado bien, como si las paredes respiraran con una memoria que aún me pertenece. Cada paso que doy me acerca más a un lugar que fue mi jaula y que ahora será mi escenario, y puedo sentirlo: el pulso caliente en el vientre, la certeza de que no camino para huir, sino para reclamar.
Regreso, pero no como prisionera.
Debajo de la capa, mi piel está bañada en aceites que arden y despiertan; cada movimiento libera un aroma que se adhiere al aire y se mete en la sangre de quien lo respira. Mis piernas se envuelven en una tela ligera, translúcida, que deja ver lo suficiente para encender la imaginación; mis pechos apenas están sostenidos por un nudo flojo, fácil de deshacer con un tirón. Ninguna cadena me marca