239. La máscara de la viuda.
La penumbra de su cámara huele a medicina, a sudor enfermo y a incienso rancio que no consigue ocultar el hedor de la muerte que se acerca como un amante indeseado. Camino despacio, mis pasos apenas levantan el eco en las alfombras gruesas, y cada movimiento mío es calculado para que su mirada cansada me siga, como si fuera la única visión que aún lo ata a este mundo. Lo encuentro recostado, la piel ceniza, las venas marcadas en un cuerpo que alguna vez infundía respeto y ahora apenas sostiene el peso de sus propios huesos.
—Névara… —su voz es un susurro quebrado, más aire que palabra—. No me dejes solo esta noche.
Me acerco con lentitud, dejando que la seda de mi vestido roce mis piernas y que la luz de las lámparas caiga sobre mi piel descubierta. Sé que lo que ofrezco ahora no es compasión verdadera, sino una ilusión de consuelo que envuelvo en mi sonrisa. Me siento a su lado, deslizo mis dedos por su frente húmeda, y murmuro con la suavidad que él ansía escuchar:
—Nunca estás solo