233. Tienes la mirada inquieta.

La mañana parece tranquila, como si el aire mismo quisiera prolongar esa ilusión de calma, pero en el fondo de mi pecho late una ansiedad que no sé si me pertenece o si la arrastro de sus sueños. El sol apenas roza las columnas del salón donde nos hemos refugiado, las cortinas filtran una luz dorada que acaricia más de lo que ilumina, y sin embargo hay en esa penumbra un presagio, un murmullo invisible que me recuerda que nada de lo que hemos conquistado con sudor y deseo está a salvo del filo de la política.

Camino hacia él con pasos lentos, dejando que mis pies desnudos deslicen sobre la piedra pulida, consciente de que me observa con ese silencio que nunca es pasividad, sino una vigilancia atenta, como si cada curva de mi cuerpo pronunciara un discurso que él sabe interpretar mejor que cualquier consejo real. Me acerco, lo rozo con el dorso de mi mano, y en ese gesto íntimo hay más poder que en los sellos de los reyes.

—Tienes la mirada inquieta —susurro, inclinándome hacia él, dej
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