172. ¿Y no es eso lo que deseas de mí?
El filo brilla bajo la luz de las antorchas como si respirara, como si tuviera un pulso propio que late entre mis dedos, y aunque parece un simple trozo de acero, sé que en ese instante se convierte en algo más: una extensión de mi mano, una promesa de sangre, una posibilidad de libertad disfrazada de obediencia. Él me la entrega con un gesto solemne, casi íntimo, como si al cederme el arma me entregara también un fragmento de su confianza, y yo sonrío con los labios entreabiertos, recibiéndola como quien acepta un secreto prohibido.
—Una daga no perdona los titubeos —dice, con esa voz grave que se arrastra como un roce por mi piel—. Si dudas, mueres. Si tiemblas, pierdes. Si deseas ganar… debes desear también herir.
Sus ojos me observan como si quisiera descubrir en mí algo más que destreza, como si buscara la huella de mi alma en la forma en que sostengo el acero. Yo inclino la cabeza y acaricio el filo con la yema, dejando que un leve ardor me despierte.
—¿Y si no temo herir, sino