171. Nadie puede marcarme si no eres tú.
El espejo me devuelve un reflejo que no debería delatarme, pero la piel tiene memoria y los labios guardan todavía el ardor de un beso que no pertenecía a él, un roce clandestino que, por más que intente borrarlo con agua y perfume, sigue brillando como un incendio invisible. Me miro con la respiración contenida, acaricio con la yema de los dedos ese borde enrojecido en mi cuello, y sé que no hay excusa suficiente si sus ojos lo encuentran, porque en su mirada el deseo siempre se confunde con la violencia, y cualquier sombra en mi piel se convierte en un enemigo que querrá arrancar con las manos.
Cuando entra en la estancia no hay anuncio, sólo la brusquedad de la puerta empujada con un golpe seco y sus pasos arrastrando furia. Lo sé antes de que hable: ha visto, ha olido, ha sospechado, y el silencio que lo envuelve es más amenazante que cualquier grito. Me doy vuelta, fingiendo calma, pero su mirada me devora con una intensidad que me desnuda más que si arrancara mis ropas, y siento