149. La viuda de los placeres.
El humo aún se desliza por las grietas de las paredes derrumbadas, como un suspiro obstinado que se niega a apagarse, y yo me descubro sentada entre cenizas y sombras, con el cuerpo entumecido y la piel impregnada del olor de la sangre y del deseo que todavía vibra en mis músculos, aunque ya no haya brazos que me rodeen con ternura, aunque la boca que me juraba lealtad se haya quedado fría entre mis dedos. Lloro sin dejar que mi llanto se oiga, porque mis lágrimas no son lamento, son veneno líquido que me humedece los labios y me recuerda que la muerte del amante que acaba de desplomarse en mis brazos no me arrebata mi poder, sino que me ofrece una nueva máscara, un recuerdo ardiente que sabré transformar en arma.
—Fuiste mío… y aún lo serás en cada palabra que pronuncie en tu nombre —susurro sobre el vacío, deslizando mi mano por la herida que ya no late, como si pudiera grabar la última pulsación en mi piel.
El conspirador me observa desde la penumbra, apoyado contra una columna que