138. Lujuria en la sombra.
El aire de mi alcoba es espeso, perfumado con resinas dulces y el humo lento de las lámparas que crepitan como si respiraran conmigo, y yo, recostada entre las sedas abiertas que aún conservan el calor de los cuerpos que me acompañaron esta noche, dejo que mi mirada resbale hacia ella, la única que permanece, la única que se atreve a no huir cuando el amanecer se acerca y mi piel brilla todavía con la humedad de lo vivido.
—No deberías mirarme así —le digo con una sonrisa lenta, mientras paso mis dedos por mi propio muslo, como si marcara un territorio invisible, como si recordara las manos que estuvieron allí hace apenas instantes—. Pareces más fiera que amante.
Ella no responde al principio, y esa demora me enciende más que cualquier súplica apresurada; sus labios tiemblan apenas, sus ojos oscuros se clavan en mí como dagas cubiertas de terciopelo, y siento que debajo de esa calma se agita una tempestad que no he querido nombrar hasta ahora.
—Es que odio compartirte —murmura al fin,