137. La lengua del enemigo.

Me reciben las antorchas húmedas del pasillo subterráneo, cada una chisporroteando como si se resistiera a extinguirse, y pienso que esa llama tenue se parece a mí: obstinada, hambrienta, hecha de humo y deseo. El aire huele a hierro y a humedad rancia, como si los muros hubiesen tragado siglos de secretos y ahora sudaran la podredumbre de los vencidos. Camino despacio, con mis dedos rozando las piedras frías, saboreando cada paso hacia la celda donde me aguarda el hombre que se atrevió a llamarse mi enemigo, ahora reducido a carne encadenada.

Cuando la puerta se abre, con un chirrido lento que araña el oído, mis ojos lo encuentran de inmediato: está sentado en el suelo, las muñecas atadas con grilletes, la espalda apoyada contra la pared, la piel marcada por golpes recientes que otros le dieron antes de que yo decidiera que debía quedarme con él. Su mirada, sin embargo, no se quiebra; me observa con un brillo oscuro, como si supiera que no he venido a ofrecerle libertad ni compasión,
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