118. El beso de la serpiente.
Nunca había sentido el silencio de un campamento tan denso, tan pegajoso, como si cada respiración de los míos se mezclara con el humo de las hogueras apagadas y me señalara, como si el aire mismo conspirara contra mí. Los enemigos han enviado un mensajero, uno de esos heraldos vestidos con pieles negras y un estandarte manchado de sangre seca, y con una voz áspera y teatral ha traído consigo un ofrecimiento que a todos los deja helados: la paz, pero a un precio que huele más a veneno que a salvación. No piden oro, ni armas, ni rendición; piden que yo, Névara, me someta a su campeón, que mi cuerpo se convierta en moneda de tregua, que mi piel sea el sello del pacto.
La noticia corre como un murmullo venenoso entre mis seguidores, y cada par de ojos que se cruza con los míos me arranca una parte de la carne invisible de la dignidad. No me sorprende que duden; saben de lo que soy capaz, saben que mi cuerpo puede convertirse en un arma y en una trampa, pero esta vez el filo es demasiado