117. Lenguas que envenenan.

El silencio después de la última batalla es pesado, más denso que la sangre que aún mancha las piedras y las telas rasgadas; no es un silencio de calma, sino uno en el que las miradas se clavan en mi piel como agujas invisibles, en el que cada respiración ajena parece contener una acusación que nadie se atreve todavía a pronunciar. Camino entre ellos con los pies descalzos, arrastrando un vestido que huele a humo y deseo marchito, y aunque mis labios dibujan la curva de una sonrisa cansada, por dentro siento que las paredes de este refugio improvisado se estrechan con la intención de ahogarme.

Entonces ocurre: la voz quebrada de uno de mis guerreros, un hombre al que había creído leal, se alza como un cuchillo. No grita, apenas deja escapar las palabras con un tono envenenado que vibra más por la culpa que por la rabia.

—Ellos sabían. Cada paso, cada escondite. No llegó por casualidad, Névara. Alguien habló… y yo fui quien lo hizo.

La confesión se desliza como veneno caliente, y todo
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