106. Bajo las cenizas del deseo.
El aire huele a hollín, como si el mismo cielo hubiera decidido caer sobre nosotros en una nube de brasas ardientes, y mientras avanzo entre los pasillos del santuario siento que cada piedra vibra bajo mis pies, no con el murmullo solemne que antes conocía, sino con el retumbar de un ataque que jamás imaginé tan brutal ni tan cercano. Los gritos me alcanzan antes que el fuego, el chisporroteo de las antorchas prohibidas y las reliquias que estallan contra los muros como si fueran maldiciones vivas, y yo apenas tengo tiempo de girar hacia la sacerdotisa que tantas veces me guió en silencio, porque su cuerpo cae frente a mí atravesado por una lanza negra, y en sus labios no hay plegaria, solo un estertor que me rasga el pecho como si me hubieran arrancado de golpe la mitad del aliento.
Me inclino sobre ella, mis manos tiemblan sobre su rostro todavía tibio, y me oigo susurrar su nombre como si pudiera devolverle vida, pero todo lo que logro es sentir cómo la ceniza se pega a mis dedos y