103. El santuario de los susurros rotos.
Avanzamos en silencio, aunque el silencio nunca es completo cuando el eco habita en los huesos y en la piel como una vibración que late más fuerte que la sangre misma, y cada paso que damos hacia el santuario me pesa como si me arrancara poco a poco las certezas que todavía intento sostener, porque sé que al cruzar esos muros tallados con máscaras de piedra y bocas abiertas en rictos eternos, nada volverá a ser igual, ni yo, ni el Forastero, ni siquiera Meira, que me sigue a pocos pasos con sus ojos encendidos de un fuego que es celos, sí, pero también una fascinación que no se atreve a confesarse ni siquiera a sí misma.
El aire se espesa en cuanto los inciensos comienzan a hacerse sentir, una mezcla de resinas y perfumes amargos que se cuela en los pulmones y nubla la mente, como si cada inhalación fuera un pacto con algo que ya no pertenece al mundo de los vivos, y observo las paredes cubiertas de velos traslúcidos que esconden figuras que se mueven, cuerpos entrelazados que apenas