102. El precio del deseo.
El aire me arde en los pulmones cada vez que respiro, como si la revelación que ha marcado mi piel también hubiera impregnado cada fibra de mi cuerpo con un fuego extraño, uno que no sé si quema por dentro para destruirme o si me va transformando poco a poco en algo que ya no soy capaz de reconocer. La marca late en mi costado como una herida viva, no sangra, no supura, pero palpita con cada movimiento, recordándome lo que el eco me mostró: que no soy solo yo, que nunca lo fui, que desde antes de mi primer grito en este mundo ya había hilos tendidos entre mi carne, la de Meira y la del Forastero, y que esos hilos no son de seda sino de cadenas, cadenas invisibles, húmedas, ardientes, que me atan a ellos y los atan a mí en un círculo que no se rompe ni siquiera con el dolor.
Me dejo caer contra el muro húmedo de la caverna donde nos refugiamos, y mi voz se desliza baja, quebrada, como si confesara un secreto que me pesa demasiado.
—Ya no sé qué soy —susurro, apenas audible, mientras mi