Lo que siguió fue una secuencia que borró cualquier frontera entre mi cuerpo y el suyo: empujes, agarrones, un peso que no era amor sino imposición. No quiero repetir los gestos —ni quiero pintarlos con detalles que me enrojecen al recordarlos—; bastan las sensaciones: mi ropa revuelta, mi cuerpo doliente, la respiración que se me cortaba. Me sentí despojada, como si cada uno de mis gritos, cada una de mis súplicas, sólo alimentara su necesidad de controlar. Le supliqué, con voz rota, que parara. Le grité que me dejara. Lloré hasta quedarme sin fuerzas. No me escuchó. Sus respuestas eran empujes, su respuesta era seguir hasta vaciarse de mí.
Fueron varias veces; no recuerdo un solo orden lógico en ellas, sólo la repetición de la violencia: olas que me golpeaban una y otra vez. Al acabar, quedé hecha un ovillo sobre la cama, con la ropa hecha jirones, con el cuerpo quejándose en cada fibra. Dolor, sí; pero sobre todo una desgarradura interna que no sabía cómo nombrar. No era sólo