El silencio de mi habitación me resultaba insoportable. Me tumbé sobre la cama, aún con el cuerpo adolorido, temblando, como si cada músculo recordara la violencia de sus manos, de sus palabras, de su fuerza. Cerré los ojos, pero el recuerdo de Matías me azotaba una y otra vez. Su respiración desbordada, su mirada llena de odio, la forma en que me obligó a decir lo que jamás había querido confesar: que nunca tomé ni una sola de esas pastillas. Todo estaba todavía allí, pegado a mi piel como una herida que no podía limpiar.
Las lágrimas volvieron sin que pudiera detenerlas. No era llanto suave, era un desgarro, un sollozo ahogado que me partía la garganta. Lo odiaba. Con todo lo que era, lo odiaba. Había matado todo lo que alguna vez sentí por él. Había destrozado el último rincón donde aún quedaban restos del amor adolescente que me ató a su nombre. Y, sin embargo, también había destrozado algo más: mi dignidad.Me abracé a mí misma, intentando darme calor, seguridad, algo q