El tercer encuentro fue más largo, y quizás el más cruel de los tres. Estábamos en su departamento otra vez. Matías estaba de buen humor, casi alegre, porque según él yo había seguido todas sus instrucciones: estaba comiendo mejor, había tomado el tratamiento, me vestía como él quería.
—Te ves más saludable —comentó mientras servía dos copas de agua, como si eso fuera una celebración—. Sabía que lo lograrías si me hacías caso.Esa noche fue más cariñoso. Me habló mientras me tocaba, me besaba con calma, me decía que era suya, solo suya. Y yo, en lugar de sentirme amada, me sentí cada vez más pequeña, como un objeto que había logrado superar una prueba para no ser desechado.Al terminar, me abrazó unos minutos, lo suficiente para que yo me ilusionara con la idea de que quizás podía haber algo más que violencia o imposición. Pero esa ilusión se desmoronó cuando añadió:—Sigue así y tendrás más recompensas.Era un juego de obediencia y premio, como si mi valor depen