No sé cuánto tiempo pasó desde que Matías me dejó sola en la penumbra de su departamento. Lo último que recuerdo es el golpe seco de la puerta cerrándose y el silencio aplastándome, como si todo a mi alrededor hubiera decidido callarse al mismo tiempo. Me quedé tendida sobre la cama, con la piel ardiendo en ciertos lugares y con un dolor sordo que se expandía en mi pecho, no solo en el cuerpo, sino más adentro, en un rincón al que ni yo misma quería asomarme.
Intenté moverme, pero las piernas parecían no reconocer mis órdenes. Era como si no fueran mías, como si me hubieran abandonado junto con la fuerza que me mantenía erguida. Me incorporé apenas un poco, apoyándome en los codos, y sentí ese ardor en la garganta, una quemazón áspera, como si hubiera tragado fuego o hubiera gritado hasta desgarrarme. Quería irme. Quería mi cama, mi cuarto, mi silencio, aunque fueran las tres o cuatro de la madrugada. No importaba la hora, lo único que deseaba era huir de allí, de esa habitación que a