Nunca había sentido tanto silencio en mi cuarto como aquella tarde. El aire estaba pesado, como si cada cosa —las cortinas cerradas, el edredón mal doblado, los papeles en el escritorio— guardara la respiración conmigo. Tenía todavía la cajita del tratamiento sobre mi mesa de noche, esa que la ginecóloga me había recetado con voz amable, pero que me pesaba como si llevara dentro piedras y no pastillas. La había abierto y cerrado varias veces, leyendo las instrucciones, subrayando mentalmente las restricciones: no alcohol, buena alimentación, mucha agua. Y sobre todo, disciplina. Disciplina que no era mía, sino de Matías.
El teléfono vibró nuevamente y su nombre iluminó la pantalla. Sentí un vuelco en el estómago. Contesté con un hilo de voz, intentando sonar natural, aunque mi corazón parecía martillar contra el pecho.
—Isa ¿iniciaste el tratamiento?—preguntó él sin rodeos, con ese tono seco, inquisitivo. No un “hola”, no un “te extraño”.
—No… —murmuré, tragando saliva—. Aun no, estoy