Me había obligado a desayunar, aunque cada bocado fue una batalla contra la náusea y la memoria de las palabras de Matías repitiéndose como un eco cruel en mi cabeza. “Si no comes, vas a estar tan flaca que no me van a dar ganas de acostarme contigo.” No había ternura en su advertencia, solo una fría exigencia disfrazada de preocupación. Comí porque Rosa me observaba con ojos suplicantes, porque no quería preocuparla, pero también porque sentía que él seguía controlando cada uno de mis gestos aunque ya no estuviera en la casa.
Cuando terminé, le sonreí débilmente a Rosa y subí de nuevo a mi cuarto. Cerré la puerta con llave y me dejé caer en la cama. Mis manos buscaron la nota otra vez, como si necesitara comprobar que seguía ahí, como si aún pudiera convencerme de que era producto de mi imaginación.
Pero no. Estaba ahí, cruel y sencilla. Un número. Una orden disfrazada de preocupación.
Me tumbé mirando al techo, sintiendo cómo el vacío me tragaba lentamente. ¿Quién era yo en ese