La semana transcurrió con una lentitud extraña, como si cada día se arrastrara sin decidir si quería torturarme o regalarme un respiro. Me sorprendió darme cuenta de que Matías no aparecía, no llamaba, no enviaba mensajes ni excusas. El silencio de su ausencia me envolvió como una manta inesperada: al principio me inquietó, luego empezó a darme una cierta paz.
Era absurdo, pero pensé que quizás… quizás se había olvidado de mí. Y en ese olvido había una posibilidad de liberación, una grieta por donde podía escapar de ese hueco oscuro en el que me hundía cada vez que él me reclamaba como suya y luego me dejaba sola. La idea me daba un alivio extraño, como si al fin pudiera respirar, pero al mismo tiempo me producía un dolor punzante, como si alguien me arrancara una parte del pecho. Porque, aunque me destrozaba, una parte de mí no quería soltarlo. No todavía.En esos días, la beneficencia se convirtió en un refugio que yo misma no había previsto. Me forcé a asistir, a involucr