Me quedé mirando a Sarah con los ojos todavía húmedos, la respiración agitada y el corazón enredado en un torbellino de emociones. Ella seguía de pie, con esa postura elegante que siempre me resultaba provocadora, como si estuviera consciente de cada movimiento, de cada palabra que soltaba con esa voz dulce que escondía veneno. Yo, en cambio, estaba contra las cuerdas, tratando de recomponer mi rostro después de haberme derrumbado frente a Santiago.
—¿A qué vienes? —le solté con la voz áspera, apenas recuperada de las lágrimas—. ¿Vienes a burlarte de mí?Me pasé la mano por la cara, secando lo que quedaba de humedad en mis mejillas. No quería darle el gusto de verme vulnerable. Mi cuerpo entero estaba en tensión, como si estuviera esperando el golpe que sabía que vendría.Pero para mi sorpresa, ella no sonrió con burla ni lanzó un comentario venenoso. Su expresión fue serena, casi amable, y sus palabras fueron aún más desconcertantes.—No, Isabella —respondió con cal