Esa noche después de que Santiago me dejó en casa, subí las escaleras con un peso que no era físico sino emocional. Cerré la puerta de mi habitación con brusquedad, me tiré en la cama con la ropa puesta y quedé mirando el techo sin saber qué hacer con todas las emociones que me estaban desgarrando. No tenía ganas de llorar, aunque mis ojos ardían como si me lo exigieran, tampoco tenía ganas de gritar aunque mi garganta estaba apretada. Solo podía sentir rabia, tristeza y una vergüenza tan fuerte que me hacía desear desaparecer. Las palabras de Sarah volvían a mí una y otra vez, repitiéndose como un disco rayado: “Matías estaba enamorado de ti, pero yo hice todo para que te dejara” ¿Cómo podía haberlo dicho con tanta calma, como si hubiera confesado un simple capricho y no el robo de mi vida entera?
Cerré los ojos, intentando dormir, pero lo único que logré fue hundirme más en el torbellino de recuerdos, imágenes y frases que me torturaban. Recordaba a Matías tomándome de la mano