Me quedé más tiempo del que debía en aquel baño. El aire estaba impregnado con el olor a limpiador de limón y perfume barato de las toallas de papel, pero lo único que podía percibir con claridad era la opresión en mi pecho. Mis manos estaban firmemente apoyadas contra el lavabo, tan apretadas que los nudillos se me pusieron blancos. Me observé en el espejo, y por un momento me costó reconocerme. Mis ojos estaban enrojecidos, mis labios tensos, y en cada respiración parecía que la tristeza se asomaba como una sombra que no podía ocultar. Cerré los párpados con fuerza y me repetí en silencio: no puedes salir así, Isabella, no puedes darles la satisfacción de verte rota. Inspiré profundo, contuve el aire, lo solté despacio. Una vez, dos, tres veces. Pero nada era suficiente.
El recuerdo de lo que acababa de escuchar en aquella mesa seguía golpeándome con la crueldad de la realidad. Sarah había dicho con una sonrisa triunfante que Matías era su novio, lo había dejado caer como si n