Abrí los ojos de golpe.
—No… no me lleves a casa —dije con voz entrecortada, casi suplicante.
Matías me miró de reojo, sorprendido.
—¿Qué dices? Isabella, necesitas descansar. Es lo mejor.
—No, por favor —insistí, con el corazón oprimiéndome el pecho—. No quiero volver ahí… me siento vacía, triste. No lo entiendes.
Él frunció el ceño, sin dejar de conducir.
—Entonces, ¿a dónde quieres ir?
La respuesta salió de mis labios sin que pudiera detenerla.
—A un hotel.El silencio que siguió fue tan pesado que sentí que el aire dentro del carro se congelaba. Matías giró la cabeza hacia mí con incredulidad.
—No. No, Isabella —dijo con firmeza—. Eso no va a pasar. Te llevaré a mi casa entonces, y mañana hablarás con claridad, no así.
—¡No! —grité, con un arranque de fuerza que no sabía que tenía—. No quiero ir a mi casa, ¿entiendes? Estoy harta, Matías. ¡Harta de fingir ser la chica perfecta!
Las lágrimas, que hasta entonces había mantenido a raya, empezaron a correr por mis mejillas.
—Estoy cans