Le mostré el teléfono. Play. Sarah bajando los escalones del hotel, ligera. Play. Sarah cruzando la calle. Play. Sarah girando en la boutique. Play. Sarah levantándose en la cafetería. Play. Sarah subiendo al taxi.
Matías miró la pantalla con el ceño apenas fruncido. No se inclinó, no acercó la cara. Yo contenía la respiración como si un soplo mío pudiera desviar la suya.
—¿Y bien? —pregunté, cuando el último clip terminó.
—¿La seguiste? —fue lo primero que dijo, levantando la vista hacia mí.
—La observé —corregí, notando cómo se me quebraba la voz—. Tenía que hacerlo. Esto no es un capricho. Me pediste tiempo y te lo di. Pero también merezco respuestas. No está herida, Matías. No como dijo. Caminó todo el tiempo sin—
—¿La grabaste a escondidas? —insistió, como si mis palabras fueran viento y no sustancia.
—No me dejes sola en esto —supliqué—. Mira los videos, mira cómo se mueve. Y hablé con un amigo suyo. Diego. Dijo que nunca tuvo un accidente en Londres, que camina kiló