Matías me pidió tiempo y le dije que sí. Asentí con una calma que no sentí en el pecho, como si mis labios y mi corazón fueran de personas distintas. Por dentro, algo se reacomodó con un clic áspero: si el amor era verdad, resistiría la luz; si no, la luz lo desharía. No podía seguir esperando sentada a que las sombras me dictaran el final.
—Rosa —llamé desde el vestidor—, ¿puedes decirle a Javier que prepare el coche?
—¿A dónde la llevo, señorita? —preguntó el chofer cuando bajé.
—Al hotel Belmar —respondí, ajustando el cinturón con dedos que no dejaban de temblar—. Y no pregunte nada, por favor.
Javier asintió con ese respeto silencioso que siempre me sostuvo cuando creía caerme. En el camino me quedé observando mis manos. Parecían las de otra: la de una chica que no rompía reglas, la que sonríe a la madre de su prometido, la que no sigue a nadie. Hoy iba a hacer exactamente lo contrario.
Nos detuvimos a media cuadra del hotel. El atardecer caía en placas doradas sobre la