La noche en que Matías rechazó lo que mostré me quedé tendida en la cama con la certeza mordiéndome las costillas: había visto algo real, aunque él eligió ignorarlo. Dormí poco y mal, revolviéndome entre las sábanas con los ojos húmedos y la mente encendida como si alguien me hubiera dejado encerrada en una habitación en llamas. Cuando por fin amaneció, con el teléfono todavía bajo la almohada, la decisión ya estaba hecha. Si Matías no quería ver, yo iba a abrir los ojos por los dos, aunque me sangraran en el intento.
La primera parte de mi plan era la más difícil: acercarme a Sarah sin levantar sus sospechas. Yo no era buena fingiendo afecto, mucho menos cuando la rabia me recorría las venas como veneno, pero recordé lo que la madre de Matías solía repetir en esas tardes de protocolo que tanto odiaba: “La elegancia está en sonreír cuando quieres gritar.” Aquella frase que antes detestaba con cada fibra de mi ser se convertía ahora en mi mejor escuela. No sabía cuánto aguantarí