Al día siguiente, me levanté con la sensación extraña de que algo había cambiado, aunque no sabía exactamente qué. No era miedo, ni celos descarados, sino un leve temblor de inquietud en mi pecho que no podía ignorar. Matías estaba a mi lado, desayunando con la misma tranquilidad de siempre, con esa manera de sonreírme que hacía que mi corazón se calmara casi al instante.
—Buenos días, Isa —dijo, tomando mi mano con suavidad—. ¿Dormiste bien?
—Sí —respondí, sonriendo, aunque aún sentía el recuerdo de Sarah flotando en mi mente—. Gracias por preguntar.
Nos reímos un poco de pequeñas cosas: un error con la cafetera, la manera en que él siempre derrama un poquito de leche. Todo parecía normal, como si no hubiera pasado nada extraño en el aeropuerto. Pero mi mente insistía en traerme recuerdos de su abrazo, de su risa, de esa familiaridad que parecía natural entre él y Sarah.
—Hoy debemos pasar a recoger algunos documentos del hotel —dijo Matías mientras terminábamos nuestro desayuno—. Sa