El día siguiente amaneció brillante, con un sol que bañaba las calles de la ciudad y un aire fresco que parecía invitar a caminar. Matías estaba junto a mí desde temprano, revisando algunos pendientes en su agenda mientras yo terminaba de arreglarme. La rutina se sentía estable, casi reconfortante.
—Isa —me llamó Matías, levantando la mirada hacia mí—. Hoy Sarah quiere que la acompañemos a resolver algunos trámites y después almorzar. Dice que todavía no se siente muy segura moviéndose sola por aquí.
—Claro —respondí sin dudar, sonriendo—. Será bueno que se adapte más rápido.
En el fondo, la idea me provocaba un nudo en el estómago. No era celos simples; era esa intuición femenina que me alertaba de que Sarah, con su dulzura y su fragilidad, empezaba a ocupar un lugar demasiado visible en nuestros días.
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El encuentro fue en el vestíbulo del hotel. Sarah apareció con un vestido claro que acentuaba la delicadeza de su figura, el cabello suelto cayendo en ondas suaves sobre sus h