Cuando aparqué frente al hospital, me invadió una mezcla de nervios y adrenalina. No era un hospital cualquiera; tenía historia en mi vida. Mi reflejo en el retrovisor me devolvía una sonrisa extraña, como si hasta yo misma dudara de lo que estaba a punto de hacer.
Entré. El aire frío del lugar me golpeó con ese olor a desinfectante tan característico. El murmullo de voces se mezclaba con el repiqueteo de pasos apresurados y el sonido metálico de algún carrito rodando por el pasillo. Avancé hacia la recepción, ensayando mentalmente las palabras que diría: “Busco al doctor…”
Pero no llegué a terminar la frase.
Lo vi.
Estaba al fondo del pasillo, conversando con dos pacientes. Alejandro. Su postura recta, su bata blanca impecable, la serenidad en su rostro. Reconocí de inmediato la forma en que inclinaba un poco la cabeza mientras escuchaba, atento, como si cada palabra del paciente fuera la única cosa importante en el mundo.
Mi corazón dio un vuelco. Me detuve de golpe frente al mostra