Supe que tenía razón. Y, sin embargo, dentro de mí había un vacío enorme. No era amor lo que sentía ya, sino un duelo. Estaba llorando al Matías que había creído conocer, al joven que me había robado el corazón cuando era apenas una muchacha. Lloraba la vida que imaginé a su lado, los sueños que construí y que ahora se habían derrumbado como un castillo de arena.
Pero al mismo tiempo, en lo más profundo de mí, algo nuevo se asomaba. Era débil, casi imperceptible, pero estaba allí: una sensación extraña de alivio. Como si, al perderlo definitivamente, también hubiera ganado algo que me había negado por años: la posibilidad de ser libre.—Ya está —dijo Rosa al terminar de vendarme una de las heridas más visibles—. Vas a estar bien, pero necesitas cuidarte.Levanté la vista hacia ella. Sus ojos estaban húmedos, pero firmes. Yo quería agradecerle, decirle cuánto significaba para mí, pero lo único que salió fue un susurro entrecortado:—Lo perdí, Rosa… lo perdí para siemp