La madrugada fue una prisión sin barrotes. Apenas había cerrado los ojos cuando volvía a abrirlos con el corazón galopando, como si lo escuchara todavía respirando cerca de mí, como si las paredes de mi habitación guardaran ecos de su furia. Cada sombra que se proyectaba en el techo me hacía sobresaltar; cada crujido de la madera me devolvía a ese cuarto donde había quedado tendida, rota, sin voz.
Me giraba de un lado a otro en la cama, pero el sueño no llegaba. Rosa estaba sentada en el sillón, como un guardián silencioso, con las manos juntas sobre el regazo. No me hablaba, no me presionaba, solo estaba ahí, y su presencia me impedía desmoronarme aún más.Cuando por fin caí en un sueño ligero, fue interrumpido por pesadillas: voces que me gritaban, una mano que me sujetaba del cuello, risas que se burlaban de mi debilidad. Me desperté varias veces con un gemido en la garganta y los ojos empapados. Rosa, sin decir palabra, se acercaba, me cubría otra vez con la sábana y se