El amanecer en Londres me encontró inmóvil, tendida sobre la cama como si la noche no hubiera terminado nunca. El intento de envenenamiento seguía latiendo en mi memoria como una herida abierta. Aunque los médicos me habían asegurado que mi cuerpo estaba limpio, mi mente no lo estaba. Cada rincón del hotel me parecía una amenaza. Cada rostro, una sombra peligrosa.
Me negué a bajar a desayunar. La sola idea de pasar de nuevo por el lobby, de ver a alguien preparar un café frente a mí, me revolvía el estómago con un asco insoportable. ¿Cómo confiar de nuevo en lo cotidiano, si allí mismo habían intentado callarme? No podía confiar en nada ni en nadie y menos aquí en Londres. Cerré las cortinas, dejando apenas una rendija de luz. El reloj avanzaba lento, pero yo permanecía encerrada en mi propio silencio. No quise pedir comida a la habitación. La desconfianza era más fuerte que el hambre. Solo bebí un poco de agua embotellada que yo misma destapé con manos temblorosas.