Cautiva

Aimunan

​El ala de invitados era un santuario de mármol y silencio. Paredes insonorizadas, sábanas de seda, una cama tan grande que se sentía como un vacío. Después de la furia y el agotamiento en Nepal, seguido por la euforia y el horror en Múnich, la quietud era un tormento.

​Jin-Sung, o Alexander, me había dejado sola. No por decencia, sino por la parálisis de la culpa. Había lanzado su última amenaza, el último fragmento sucio de su poder, y yo lo había devuelto, no con miedo, sino con el recuerdo de lo que perdimos. El golpe fue tan brutal que sabía que no se atrevería a cruzar el umbral. Había ganado mi presencia física, sí, pero la guerra por el control la había perdido estrepitosamente.

​Me dejé caer en la cama. El lujo me oprimía, cada cojín, cada textura fina, era un recordatorio del mundo que él había elegido para escapar de nuestro dolor. La sudadera de cachemira de Alexander olía a whisky, a colonia cara y, sobre todo, a fracaso. Me la quité de inmediato, incapaz de to
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