Início / Romance / Corazón de obsidiana / Capítulo 2: La pérdida
Capítulo 2: La pérdida

Mateo

"Parece que va a ser un amanecer tranquilo" dijo Lumbre en mi mente.

La escuché como siempre: clara y suave, como si hablara desde muy cerca, aunque no supiera desde dónde.

Sonreí como cada vez que ella me hablaba. 

La plaza todavía estaba medio vacía, y el cielo tenía ese tono gris azulado que se queda un rato antes de que el sol decidiera salir.

Al fondo, las campanas de la iglesia dieron la primera hora de la mañana.

"Siempre dices eso" le respondí por dentro, sin mover los labios. "Y siempre termina lloviendo."

"Porque tú no ves el cielo como yo."

Me reí en silencio.

Lumbre, así la llamaba. 

No sabía su nombre real. No sabía si tenía uno. Solo sabía que desde hacía tres años, desde aquella noche en el mar, su voz había aparecido en mi cabeza. 

No como una locura. No como un fantasma. Era… ella. Una presencia tibia. Constante. Inexplicable.

Nunca vi su rostro con claridad. Era luz. A veces suave como el amanecer. A veces brillante como fuego. Pero siempre ahí. 

Hablábamos todos los días.

Al principio, no entendía nada. Su voz, si es que se podía llamar así, era como un murmullo de hojas que se rozaban entre sí.

Me hablaba en una lengua que no conocía, suave, musical. Yo solo respondía con silencio y miedo.

Pero ella no se rindió. Se quedó. Me mostró palabras con imágenes, ideas con emociones, sonidos con sensaciones.

El calor en el pecho, era alegría. 

El sonido del agua sobre la arena, era tristeza. 

Así nos enseñamos.

Ella su idioma.

Yo el mío.

Y entre esas sesiones que solo se comparten en mi mente, construimos algo parecido a una lengua propia.

Con el tiempo, ya no necesitábamos tantas imágenes. A veces, bastaba con pensar para entendernos, sin palabras, sin gestos.

No era perfecto. A veces se colaban pensamientos que no eran míos, o emociones que no sabía si sentía yo o ella. 

Pero funcionaba.

Nos teníamos.

Y en momentos como este, cuando el mundo parecía contener el aliento, podía jurar que su voz sonaba más clara que la mía. 

Caminé hacia la fila. Hombres de todas edades se amontonaban frente a una mesa improvisada con un escribano cansado y dos soldados que no se molestaban en disimular su aburrimiento. Uno de ellos bostezaba sin cubrirse la boca. El otro jugaba con una daga.

"¿Estás bien?" preguntó ella aunque ya sabía la respuesta.

"Sí" le respondí con un suspiro.

"Estás triste" respondió y yo sonreí sin alegría.

Ella me conocía mejor que yo.

"Siempre lo estoy al amanecer..."

No hubo respuesta. Pero sentí algo. Como si me acariciaran el pecho desde dentro. Una calidez que me llenaba.

Frente a mí, un tipo alto hablaba en voz alta sobre su experiencia como herrero. Yo solo escuchaba a medias. La plaza se iba llenando poco a poco de sonidos, de voces que discutían, de risas, de nervios. 

El mar se veía a lo lejos, más allá de los tejados. Una línea inmensa, una promesa.

Una salida.

Yo no tenía experiencia militar. No sabía pelear. Ni siquiera era bueno en cosas. Pero tenía manos sanas, sabía nadar y... quería largarme. 

Con eso bastaba.

Y si lo hacía, mi madre podría quedarse con el dinero del contrato. Podría pagar las deudas. Podría criar a mi hermano menor sin tenerme cerca para recordarle lo que perdimos.

"No es tu culpa" susurró Lumbre.

"Sí lo es" le dije, sin pensarlo.

Cerré los ojos un segundo. Respiré hondo. El olor a brea del puerto me picó la nariz.

Tres años no borraban una mirada como la de mi madre. Tres años de silencio, de platos servidos sin decir ni una sola palabra, de puertas que no se cerraban pero que tampoco se abrían.

Flashback 

Antes de que saliéramos esa mañana, mi madre nos preparó pan con miel. 

Era temprano y la cocina estaba en silencio, salvo por el sonido de mamá trabajando. 

Mi padre se sentó frente a mí y me empujó una taza de barro con té caliente. 

Yo estaba medio dormido aún, con el cabello revuelto y los ojos entrecerrados. Mamá se acercó, me despeinó con suavidad, como solía hacerlo desde niño, y me sonrió.

—Hoy le toca lanzar la red —dijo mi padre, dándole un pequeño codazo a mi madre.

—¿Y está listo? —preguntó ella, cruzando los brazos con una sonrisa en los labios.

—Lo ha estado desde que tenía diez —respondió él por mí.

Yo me reí. Me gustaba cómo sonaban cuando hablaban así, con orgullo hacia mí. En ese momento éramos eso: una familia. Nada más. Nada menos.

Mamá nos acompañó hasta la puerta.

—No se tarden mucho —dijo—. Va a cambiar el clima.

Mi padre le sonrió y le guiñó un ojo.

—¿Y desde cuándo tú eres la que lee el mar?

—Desde que te leo a ti, viejo testarudo —le respondió acercándose a él y besándolo.

Se amaban, a pesar de todo. Mamá venía de una familia noble, una que le dió la espalda cuando ella decidió escaparse para casarse con mi padre... 

"Por amor, y no por un patético acuerdo" decía cuando el tema salía en nuestras charlas.

Jamás supe quién era ese "patético acuerdo" y jamás me importó, porque yo tenía una familia que se amaba y que me amaba con locura. A mí y a mi hermanito.

Y eso era más que suficiente, aunque... tal vez por eso, ella jamás me lo perdonó. 

Jamás podría perdonarme lo que pasó ese día. Aunque no hubiera sido mi culpa, al menos no del todo. 

El mar estaba extraño esa madrugada.

Y no era solo el cielo, que se había quedado sin color. Era el silencio del agua. Un silencio pesado. Vivo. Como si bajo la superficie algo esperara.

Mi padre lanzó el ancla con ese gesto que había repetido cientos de veces. El agua golpeaba despacio el costado del bote. Me senté en la madera húmeda, mirando el horizonte mientras él desenrollaba la red.

—¿Sabías que Antón, el viejo de la taberna, dice que el mar tiene alma? —le dije, solo por llenar el silencio.

Mi padre rió, bajito, sin levantar la vista.

—Claro. Y que esa alma se lleva a uno cada tanto para no morirse de hambre, ¿no?

—Él dice que son sirenas —agregué, sonriendo con ironía—. Que cuando la marea está así, baja y callada, es porque andan cazando pescadores distraídos.

—¿Sirenas? —resopló—. Solo he visto sardinas con cara de susto, y eso cuando el día va bien.

—También dice que a veces el mar te elige. Que hay hombres que nacen con el alma marcada, y que tarde o temprano, el agua los llama.

Mi padre me miró por fin. Tenía una ceja levantada.

—¿Y tu te crees todo eso?

—No. Pero me gusta escucharlo.

—Y a mí me gusta escucharte a ti —respondió, sin sarcasmo. Y siguió desenrollando la red—. Pero el mar no habla. El mar empuja, arrastra, traga y escupe. Lo demás… son cuentos para borrachos.

Yo asentí. Y me lo creí.

Mi padre no dijo nada más al respecto. Solo terminó con la red, me indicó con la cabeza, y me preparé para lanzarla.

Ya habíamos pescado juntos muchas veces, pero esta vez era diferente. Esta vez él no guiaba mis manos. Solo observaba, como si me estuviera entregando algo sin palabras.

Me paré en el borde del bote, red en mano. La cuerda ya amarrada a mi muñeca. Lancé con toda la fuerza que tenía… y en el mismo movimiento, sentí el tirón.

No venía del viento. Ni del peso de la red. Venía de abajo.

La cuerda se enredó, se tensó y me jaló. Perdí el equilibrio y caí de golpe al agua. El frío me atravesó como una lanza. No entró por la piel: entró por los huesos.

Pateé con fuerza. Sabía nadar, mi padre me había enseñado desde pequeño. Pero la red se cerró sobre mi pierna como una trampa. Algo, o alguien, tiraba desde abajo. Era una fuerza imposible, como si el mar mismo me reclamara.

Me hundí.

El sonido desapareció. Solo quedaba el peso del agua y mi cuerpo tratando de soltarse. El sol allá arriba era solo una mancha borrosa. El mundo se apagaba.

Y entonces, entre esa oscuridad, vi la luz.

Una figura, suspendida frente a mí.

No era Dios. No era un pez. No era una ilusión ni mucho menos una sirena.

Era ella.

No sabía quién era, pero su presencia calentaba y calmaba al mismo tiempo. 

Su cuerpo parecía una chispa de fuego que no quemaba. Una estrella sumergida. Sus ojos eran oscuros, profundos, como si toda la noche se hubiera quedado a vivir en ellos.

No me habló. Solo me miró.

Y justo cuando sentí que mis pulmones iban a rendirse, mi padre apareció. 

Me empujó con fuerza hacia arriba, con una determinación desesperada. Lo vi una última vez antes de que volviera a hundirse, sus ojos llenos de amor y miedo. 

Lo intentó. 

Me salvó.

Pero no a él.

Mi padre había muerto por mí.

Yo me caí. Él saltó. 

Yo viví. Él no.

Mi padre decía que el mar no hablaba. 

Pero esa noche, gritó.

Cuando desperté, ya estaba en la playa. Me habían sacado del agua. Me dijeron que mi padre no había salido. Que lo habían buscado. Que el mar no lo devolvió hasta la noche.

Mi madre llegó. No lloró frente a nadie. Solo me miró.

Y en esa mirada, algo se apagó.

No me gritó. No me culpó. Pero desde ese día, ya no fui su hijo. Fui el que quedó.

Ella nunca lo dijo en voz alta. Nunca necesitó hacerlo. 

Yo lo veía en sus ojos cada mañana. En la forma en que me dejaba el desayuno sobre la mesa sin verme, en cómo hablaba con mi hermano y no conmigo.

En cómo ya no me llamaba hijo.

Esa misma noche, la figura de luz volvió en sueños.

No con palabras, sino con imágenes. Con calma. Con calor.

Lumbre.

Y desde entonces, ella estuvo conmigo.

En cada silencio.

En cada amanecer.

En cada cosa que no me atreví a decir...

Fin del flashback.

"Si me voy" pensé, mientras avanzaba un paso más en la fila, "tal vez con el dinero me perdone. Tal vez diga mi nombre otra vez. Tal vez…"

"¿Y si mueres?" interrumpió Lumbre. No había juicio en su voz. Solo preocupación.

"Entonces seré más fácil de perdonar."

Ella no respondió. Solo se quedó ahí. Y eso bastaba.

Frente a mí, el escribano me miró.

—Nombre —dijo, sin levantar mucho la vista.

—Mateo Lázaro del Río.

—¿Edad?

—Veintiuno.

—¿Voluntario?

Asentí.

—Firma aquí.

Me tembló un poco la mano al tomar la pluma. Pero no era por miedo. Por todo lo que estaba dejando atrás. O quizá por todo lo que aún cargaba encima.

"No estás solo, Yohualli," susurró Lumbre en mi mente.

Firmé.

Ya estaba hecho.

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App