El termómetro marcaba 39.2°C. La frente de Emma ardía bajo mi palma como una brasa, y sus mejillas, normalmente de un rosa suave, habían adquirido un tono escarlata alarmante. Sus pequeños labios, resecos por la fiebre, se movían en un murmullo incoherente mientras se revolvía entre las sábanas empapadas de sudor.
—Shh, tranquila, mi amor —susurré, pasando un paño húmedo por su rostro—. Mamá está aquí.
Eran las dos de la madrugada. La tormenta que azotaba la ciudad desde la tarde había alcanzado su punto álgido, y los relámpagos iluminaban la habitación infantil a intervalos irregulares, proyectando sombras fantasmales en las paredes decoradas con unicornios y estrellas.
El médico había dicho que era solo un virus. Nada grave. Que mantuviéramos la fiebre controlada y le diéramos mucho líquido. Palabras que deberían haberme tranquilizado, pero que se desvanecían ante la visión de mi hija ardiendo en fiebre, vulnerable y pequeña en su cama con forma de nube.
El sonido de la puerta princ