Corazón de obsidiana

Corazón de obsidiana ES

Romance
Última actualización: 2025-05-27
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Resumen
Índice

En el mundo antiguo, el Dios Sol aún se alimenta de sangre... Izel, noble guardiana de los rituales sagrados, vive entre visiones, códices y secretos del cosmos. Pero cuando las señales celestiales empiezan a fallar, y los espíritus callan, Izel sabe que algo grande y oscuro se acerca. Mateo, un joven cartógrafo español, cruza el mar, con ganas de aprender, alejarse de su pasado y ser uno de los primeros en llegar a la tierra prometida. Pero la violencia de sus compatriotas lo obliga a huir, perdiéndose en la espesura del nuevo mundo. Ellos están destinados a encontrarse... a tener un vínculo prohibido, imposible… y transformador. Cuando el sol amenace con apagarse, ¿estarán dispuestos a ofrecer su amor a cambio de la paz?

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Capítulo 1

Capítulo 1: El sacrificio

Izel

El cuenco tembló entre mis manos justo antes de volcarse. 

El agua sagrada se derramó sobre la piedra caliente del altar, corrió como una lengua negra por las grietas del suelo, y se evaporó en un suspiro.

Sentí cómo todo se detenía a mi alrededor.

Los tambores callaron. 

El humo del copal dejó de moverse. 

Hasta el aire pareció esperar. 

Un silencio espeso, imposible, me rodeó por completo. 

No era el silencio del respeto, ni el de la espera… era el de la ausencia del todo.

Y entonces lo vi.

Una figura, borrosa, parada entre fuego y sombra. 

Era alta, diferente. No tenía piel de obsidiana ni rostro de nuestros pueblos. Era extraño. Pálido. Sus ojos no eran ojos. Eran reflejos, como espejos rotos. 

Caminaba como si hubiera cruzado una frontera invisible. Y detrás de él... venía algo más. 

Oscuro. 

Vacío. 

Gigante.

Intenté retener su imagen en mi mente, pero fue inútil. Era como mirar una hoja caída de un árbol siendo arrastrada por el río.

Me llevé la mano al pecho. 

Algo dentro de mí ardía... quemaba...

No era la primera vez que sentía ese calor... ni que veía a ese ser.

Flashback

Yo tenía quince años cuando los dioses dijeron mi nombre, yo ya sabía que ese día no era un honor, sino un adiós.

La decisión no fue un castigo. No hubo llanto, ni resistencia. 

Mi madre se limitó a colocarme las flores alrededor del cuello, en silencio. 

Mi padre apretó mi hombro con fuerza, una sola vez, y murmuró: “Eres digna”. Ni un “te amo”. Ni un “te voy a extrañar”.

Solo eso.

En nuestra aldea, el sacrificio era honor. 

Ser elegida era la promesa de tocar el cielo. 

Todos lo decían. 

Pero yo no me sentía especial. Para mí era un día más... o tal vez uno menos. 

Estaba sentada en el piso de la habitación, con la espalda apoyada en la pared y las piernas cubiertas por el manto blanco que me habían entregado al atardecer. 

Entonces escuché el crujido.

Suave. Apenas audible. Pero suficiente para hacerme contener la respiración.

La cortina se movió, y por un instante pensé que era una sacerdotisa o un guardia… hasta que vi su silueta.

—Tlek —susurré, de pie en un instante—. ¿Qué haces aquí? No puedes…

—Lo sé —dijo él, empujando la cortina a un lado. Sus ojos estaban brillantes, como si no hubiera dormido en días—. No me importa.

Me miró como si no me hubiera visto en años. Como si ya me hubiera perdido.

—Si alguien te encuentra…

—Que me castiguen. No podía dejarte ir sin verte. Sin… sin decirte lo que tengo atragantado desde hace días.

Tlek avanzó despacio, temblando. Cuando estuvo frente a mí, se detuvo. Bajó la mirada.

—Quería pedirte que no lo hagas —dijo, con voz baja—. Que no subas mañana. Que corras conmigo. A donde sea.

—No puedo.

—¿Porque no quieres, o porque no te dejan?

—Porque este mundo no está hecho para que hagamos lo que queremos.

Él apretó los dientes. Luego me miró, y sus ojos se llenaron de rabia. No hacia mí. Hacia todo lo demás.

—Yo quería pedir tu mano cuando terminaras tu preparación. Quería construir una casa cerca del río. Cuidarte. Tener contigo una vida normal, una vida nuestra.

Me acerqué. Puse mi mano sobre la suya.

—Yo también lo quería, Tlek. Siempre lo quise.

—Entonces ¿por qué? —susurró.

—Porque a veces el amor no alcanza para romper lo que está escrito.

Él me abrazó de golpe, con fuerza, como si quisiera protegerme aunque ya fuera tarde. Yo cerré los ojos y me dejé sostener.

Cuando se separó, contenido las lágrimas en los bordes de los ojos.

—Te voy a esperar —dijo.

—Tlek…

—Lo haré. Aquí. O en el otro lado. No importa cuánto tiempo pase.

Nos quedamos tan cerca que sentí su respiración. Olía a humo y barro. A él.

Y entonces me besó.

Fue un beso torpe, breve, lleno de cosas que no sabíamos cómo decir.

Pero fue mío. Fue real.

Y fue suficiente para romperme el alma un poco más.

Y aunque no lo sabía aún, esa fue la última vez que lo vi de esa forma... con amor.

El día del ritual, el sol estaba en lo alto, y el templo era un mar de voces: cantos, rezos, susurros, tambores.

Me colocaron la túnica blanca, la más suave que jamás había tocado. Apenas cubría la mitad de mis muslos y dejaba mis brazos al descubierto. Debía ofrecer hasta mi piel a nuestros dioses.

Me pintaron el rostro con líneas rojas y negras. Las sentí como hilos calientes que me cruzaban la frente, las mejillas, el mentón. Cada trazo tenía un propósito. El rojo para la vida. El negro para la muerte. Mi piel se volvió máscara, y mi rostro dejó de ser mío. Era el rostro de la elegida.

El sacerdote mayor, vestido con plumas y oro, se acercó. Su voz se alzó por encima del murmullo general.

—Este corazón hablará por todos —dijo, alzando las manos hacia el cielo.

La multitud guardó silencio. En ese momento, comprendí que ya no era solo una muchacha. Era un símbolo, un canal, un puente entre lo que somos y lo que no entendemos.

Me acostaron sobre la piedra del sacrificio. La sentí rugosa, áspera. El frío se metió en mi piel... el calor del sol me quemaba la frente con una intensidad tierna... casi como una despedida. 

Tenía los brazos extendidos, las muñecas sujetas con lazos de fibra. No podía moverme, pero tampoco lo intenté. 

El tambor marcaba cada segundo con un golpe seco, cada uno más cercano al último.

Vi el cuchillo.

Era hermoso. Negro como la noche sin estrellas. Lo alzó con ambas manos, y por un instante, el sol lo tocó y lo hizo brillar. Solo un segundo.

Y entonces… nada.

No sentí el filo. No hubo dolor. No hubo sangre, ni grito. Fue como si alguien hubiera cortado la cuerda del mundo, y yo simplemente… caí.

Una caída, un cruce, un descenso. Sentí como si me sumergiera en agua espesa, oscura. No había cuerpo. Solo yo. O lo que quedaba de mí.

Flotaba en un espacio sin forma. No al Mictlán, no al lugar de los muertos del que me habían hablado tantas veces. Esto era distinto. Más vasto. Más frío. Más… antiguo.

Allí no había dioses como los que me enseñaron. No había Tonatiuh, ni Coatlicue, ni Tlaloc. Solo una presencia inmensa, sin rostro ni nombre.

Y una figura se me acercó en ese lugar.

Primero no era más que una sombra. Negra, sin forma, como una figura tallada en obsidiana. Estaba de pie sobre un fondo sin tiempo, y yo flotaba como una chispa. Pensé que soñaba. Pero sentí algo…

Su voz no era una voz. Era como cuando el agua te cubre los oídos, pero sabes que alguien te habla desde la otra orilla.

Me mostró cosas: una tierra partida, un cielo que llueve ceniza, un niño que sostiene un sol entre las manos. Una línea de fuego que cruza el tiempo. Y vi mi rostro allí, junto al suyo.

Después, una voz, una sola, grave y lejana, dijo:

“Aún no.”

Y desperté gritando. No sabía dónde estaba, ni cuánto tiempo había pasado. 

La túnica blanca ya no estaba. Solo tenía la piel cubierta de ceniza, y la garganta seca. 

Me dolía todo, pero no encontré ninguna herida.

Hasta que bajé la mirada.

Una marca oscura recorría mi pecho, desde el centro hasta el vientre. No era una cicatriz cualquiera. Era fina, irregular, como un rayo oscuro.

Cuando pasé los dedos sobre ella, sentí un eco… como si mi cuerpo recordara algo que mi mente aún no podía entender.

Me puse de pie temblando, me cubrí con lo poco que encontré: ramas y hojas, y comencé a caminar.

No sabía hacia dónde, pero mis pies sí. 

Crucé ríos, bordee templos, reconocí árboles por su sombra. El mundo seguía ahí, pero algo en él... y en mí... había cambiado.

Tardé casi un día en llegar a la aldea.

El sol ya bajaba cuando entré descalza. La gente se detenía al verme. Nadie dijo nada. Solo me miraban. Algunos retrocedieron. Otros se persignaron. Una mujer dejó caer su canasto.

Silencio.

En ese silencio, entendí que ya no era Izel, la hija de Tlaco y Mayani.

Ahora era otra cosa.

Algo que aún no tenía nombre.

Los sabios discutieron durante días. 

Algunos decían que era una señal de los dioses. 

Otros, que era una trampa, un truco oscuro. 

Pero no pudieron matarme. No, después de eso me hicieron parte del templo. Me enseñaron a leer los códices, a interpretar sueños, a dirigir ceremonias.

Me convertí en la que “volvió del sacrificio”.

La que “vio al otro lado”.

Y desde entonces, he esperado.

Fin del flashback.

El presente volvió como un golpe. 

Aún estaba arrodillada frente al altar, con los brazos mojados por el agua derramada. 

Mi respiración era entrecorta. Sentía el corazón latiendo fuerte contra mis costillas. 

La visión se desvanecía en mi cabeza.

—¿Lo viste otra vez? —la voz de Yali, mi maestra, me llegó desde la sombra.

Asentí, sin levantar la mirada.

—¿Es más claro?

—No —la mentira se escapó de mis labios—. Solo más... cerca.

Ella se agachó a mi lado. 

Me tocó la mejilla con la palma áspera. Era el gesto más tierno que había recibido desde mi infancia.

—Pronto lo entenderás. Y cuando llegue, tendrás que decidir qué hacer con él.

—¿Con él? —pregunté.

—Con lo que representa.

Me quedé en silencio. Mis piernas dolían por la postura, pero no me moví.

Sentía que, si lo hacía, algo dentro de mí se rompería. Como si el más leve movimiento pudiera disipar la última brizna de visión que aún quedaba flotando en mis retinas.

Volví a mirar el cuenco, ahora vacío. El reflejo que había visto ya no estaba...

Pero algo dentro de mí había cambiado. No era solo una imagen.

Era una advertencia. Una promesa.

"Él viene."

No sabía su nombre, ni conocía su rostro, ni si era dios, hombre, sombra o presagio. Pero lo reconocería.

Porque lo había visto en la muerte.

Cuando mi corazón dejó de latir sobre la piedra del sacrificio, cuando caí al otro lado del mundo y floté entre lo invisible, él ya estaba allí. 

No como ahora, tan poco nítido. Él ha estado conmigo desde hace más de treinta lunas llenas. Lo veía cada día, cada noche... 

Le enseñé un poco de mi lengua, y él la suya... 

Y también lo había visto en el fuego. 

En aquella visión donde las aldeas ardían y el cielo lloraba sangre. 

Siempre estaba allí, al fondo. 

Silencioso. 

Esperando.

No por el mundo.

No por los dioses.

Por mi. 

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Capítulo 1: El sacrificio
Capítulo 2: La pérdida
Capítulo 3: La visión
Capítulo 4: El adiós
Capítulo 5: El vínculo
Capítulo 6: La llegada
Capítulo 7: La decisión
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