Dante apoyó la frente contra la de Ariadna.
Sentía su respiración caliente, desordenada. Sentía las manos de ella aferradas a su camisa, como si él fuera lo único que la mantenía de pie.
—Te lo estoy pidiendo —repitió Ariadna, en voz baja—. No quiero estar sola.
La palabra sola le golpeó algo que no sabía que todavía tenía vivo.
Dante no respondió de inmediato. Cerró los ojos. Contó mentalmente. Uno, dos, tres. Nada. No funcionó esta vez. El control, ese que usaba como arma y escudo, se deslizaba fuera de su alcance.
—Esto es una idea terrible —murmuró contra su boca.
Ariadna sonrió apenas. Una sonrisa rota.
—No te estoy pidiendo que seas una buena idea.
Sus dedos subieron por la nuca de Dante, hundiéndose en su cabello. Lo acercó un poco más. Sus cuerpos estaban pegados. No había espacio para nada entre ellos, ni siquiera para la cordura.
Dante abrió los ojos. La miró de cerca.
Su nariz estaba hinchada, el moretón avanzando por la mejilla. Aun así, había algo feroz en su expresión. N