Las montañas huelen a exilio. A tierra húmeda, a madera vieja y a aislamiento voluntario. Aunque en realidad, no tan voluntario. Lo que hicimos fue un escape. Una fuga a destiempo, con los latidos en la garganta y las maletas medio cerradas. Pero si cierro los ojos, por un instante, casi puedo fingir que esto no es una prisión disfrazada de refugio.
Viktor no ha dicho una palabra desde que salimos de Moscú. El trayecto fue un silencio sólido, de esos que no se rompen ni con balas. Yo no pregunté nada. ¿Qué podía decir? ¿Gracias por salvarme? ¿Perdón por arruinarte la vida? ¿O simplemente… “no me dejes”?
La cabaña está perdida en medio de un bosque cerrado, de esos que parecen susurrar amenazas entre los árboles. Pero es hermosa. Rústica, amplia, fría y perfecta. Tiene chimenea, una cocina de hierro, una bañera con patas de garra antigua. Y ventanas. Muchas. Como si la casa misma nos recordara que, allá afuera, el mundo sigue girando… con un precio por nuestras cabezas.
—¿Cuánto tiempo