El disparo cortó el aire como una sentencia.
Ni siquiera grité. Solo me quedé paralizada en mitad del pasillo, con el eco del estruendo rebotando en las paredes, mientras todo dentro de mí se congelaba y ardía al mismo tiempo. Los cuadros temblaron. Las lámparas crujieron. El silencio que le siguió fue peor que el sonido mismo. Porque ese silencio cargaba con la promesa de algo aún más oscuro.
Bajé corriendo las escaleras descalza, el corazón golpeando mis costillas como un tambor de guerra.
Viktor ya estaba ahí. Con el arma en la mano, el rostro de piedra y una furia tan densa que podía respirarse. Estaba hecho una estatua de guerra. Letal. Magnético. Peligrosamente sereno.
Y en la puerta… algo peor que la sangre.
Una carta.
Una hoja doblada, envuelta en papel grueso y manchada de rojo fresco. El sobre estaba clavado en la puerta con una daga oxidada.
Mikhail la retiró con guantes. Viktor se la arrebató en un segundo.
Yo no quería acercarme. Pero no podía apartar la vista.
Con dedos