—Viktor… creo que nos están mirando otra vez.
Sus dedos no se apartan de los míos. La forma en que entrelaza nuestras manos sobre la mesa de mármol, como si fuéramos realmente una pareja recién casada, me causa un pequeño espasmo de ansiedad en el estómago. Él levanta la vista con esa calma letal que ya le conozco y se limita a sonreír. Pero no es una sonrisa amable. Es un aviso silencioso. Un disparo sin pólvora.
—Deja que miren. Si piensan que somos otra cosa que un matrimonio de ricos aburridos en luna de miel, todo esto habrá sido una pérdida de tiempo —dice entre dientes, sin soltar mi mano.
Estamos en el restaurante del piso superior del Grand Palazzo di Mare, una joya frente al mar Adriático que oculta más secretos que suites. Aquí los peces gordos de La Fraternidad no solo descansan: planean, conspiran, brindan con vino caro sobre cadáveres aún calientes.
Y nosotros… fingimos encajar.
Me esfuerzo por mantener la sonrisa mientras una pareja anciana nos desea feliz matrimonio de