El silencio en la suite hospitalaria era tan pesado como el aire que se respiraba. Ariadna se quedó inmóvil, mirando la puerta por la que Carlos acababa de entrar. Su actitud relajada, su sonrisa fácil, eran una ofensa para la gravedad del momento. El dolor de ver a su madre en ese estado, la traición de Elías, la impotencia que sentía, todo se acumuló en una ira fría que le llenó la boca con un sabor amargo.
—¿Por qué? —dijo, su voz baja y cargada de veneno—. ¿Por qué me enviaste a él? Sabías todo esto. Sabías de los hombres lobo, de la plaga, de las maldiciones… ¿Por qué me entregaste a un mundo así?
Carlos suspiró, su sonrisa se hizo más ancha. La máscara de dandi relajado se había caído, dejando al descubierto algo más siniestro. Se sentó en una de las sillas de diseño, cruzando las piernas con un aire de superioridad.
—Mi querida Ariadna, te has adaptado tan rápido. Cualquiera en tu posición habría huido, gritando como una loca, pero tú… tú te has quedado. Te has quedado para ver