El viaje desde Florencia a Londres, con Kian en el asiento contiguo del avión, había sido un monólogo sobre su grandeza que Ariadna había ignorado. Ahora, mientras él esperaba fuera del Hospital Pangea, el eco de sus pasos en el reluciente suelo de mármol del atrio resonaba con una sensación de fragmentación. Este lugar, una fortaleza de cristal y metal, era una prisión dorada construida para los enfermos de élite. El olor a antisépticos había sido reemplazado por un aire estéril, una atmósfera aséptica que pretendía mantener a raya la muerte, un concepto que Ariadna, por experiencia, sabía que era imposible. El dinero de Elías había comprado este lugar para su madre, pero no podía comprar el tiempo perdido.
Un médico con una bata impoluta y una sonrisa profesional que no llegaba a sus ojos la recibió en la entrada.
—Señorita Vega. Bienvenida. Su madre se encuentra en su suite privada en el último piso. El estado de coma inducido nos permite mantener a raya la enfermedad.
La voz del m